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Mesa Redonda
El docente reflexivo y el docente investigador
Teoría y teoría en la educación de docentes: de la praxis a la investigación1
Mag. Gabriel Díaz Maggioli2
gabrieldiazmaggioli@hotmail.com
El tema que convoca esta mesa redonda nos sitúa en el límite entre un lugar
común y una entelequia. Durante la mayor parte del siglo XX y gracias a los
esfuerzos de pedagogos como John Dewey, el concepto de docente reflexivo
se esgrimió desde las filas de la formación de educadores como el instrumento
primordial que contribuiría a la consolidación de un perfil profesional potente.
Sin embargo, los múltiples usos (y abusos) de la práctica reflexiva en formación
en educación han devenido en un cliché al que se nos remite apenas
mencionar el término, sin saber exactamente qué significa reflexionar en el
marco de tal formación. Por otra parte, el término docente-investigador ha
devenido en entelequia (persona, cosa o situación imaginaria que no puede
existir en la realidad) al aseverarse desde varias filas que los docentes no
están capacitados para investigar.
Tradicionalmente, se ha sostenido que ―quien no sabe, enseña.‖ Esta frase
conlleva, además de la descalificación respecto al perfil profesional de los
docentes, la certeza que la investigación sólo puede darse en el ámbito de
disciplinas científicamente avaladas, entre las cuales no se cuenta
precisamente la enseñanza. El no saber, en este contexto, es sinónimo de no
poseer una formación rigurosa. En nuestro país, el debate contemporáneo
sobre quién puede investigar y quién no, ha puesto en tensión al colectivo
académico docente y lo ha enfrentado al colectivo académico universitario,
1 Trabajo presentado en el 3er. Foro de Lenguas de ANEP, 8 – 10 de octubre 2010, Montevideo
2 Mag. Gabriel Díaz Maggioli es Coordinador Nacional Académico del Departamento de
Lenguas Extranjeras en el Consejo de Formación en Educación.
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ensanchando una brecha paradojal que no hace más que limitar el campo de saber y de acción de ambos colectivos.
El origen de tal dicotomía, según algunos autores (Learned, Bagley, y otros 1965/2008), puede encontrarse en la génesis de la Escuelas Normales, instituciones surgidas hace ya más de un siglo y medio, a partir de la necesidad de formación de grandes cantidades de docentes para ocupar cargos en escuelas públicas. Estas escuelas normales fueron fundadas con el cometido de promover la excelencia educativa y con fondos emanados de presupuestos que originalmente estaban destinados a universidades dedicadas a la investigación. Éstas, por sus características inherentes, no eran capaces de cumplir con el cometido de educación docente rigurosa a las que las sociedades modernas aspiraban. En este proyecto fundacional, se optó por dotar a las escuelas normales de rigurosidad académica acerca de la enseñanza, dejándose a las universidades la producción científica del saber disciplinar. En otras palabras, las Escuelas Normales enseñaban a hacer y las universidades a saber. A raíz de ello, y con el devenir de los años, se comenzó a considerar la formación docente como educación de menor calidad que la recibida en universidades.
Un inicial paliativo de la pretendida falta de rigor académico de los docentes lo configuró la seminal obra de John Dewey “Cómo pensamos” (1933) a través de la cual comenzó a tomar fuerza la idea del docente reflexivo. Su diferenciación entre acción rutinaria y acción reflexiva, sentó las bases para que otros teóricos, como Donald Schön (1991), avanzaran el campo de la docencia reflexiva con conceptos tales como la reflexión en la acción y reflexión sobre la acción que influyeron significativamente el final del siglo XX y comienzos del siglo XXI.
A pesar de estas ideas potentes, la investigación de los docentes siguió y sigue siendo tema de duda. Al respecto Freeman (1998: 10) alega que “Los docentes
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no se ven a sí mismos como productores de conocimiento, sino como usuarios de conocimiento” retrotrayéndonos a la concepción que la investigación realizada por los docentes no es considerada lo suficientemente rigurosa como para ser generalizada. Añade además que “El hablar de docente-investigador es una historia de dos sustantivos unidos por un guión; ser un docente-investigador significa trabajar en la frontera que nos da ese guión.” (Freeman, op.cit.: 5)
El profesionalismo en toda área del accionar humano pasa necesariamente por la construcción de conocimiento. Cualquier profesión que se digne de tal, debe producir cambios en la conceptualización del campo disciplinar y las actividades del mismo. En Educación, el cambio ha surgido, por lo general, de investigaciones iniciadas desde fuera de la profesión, por disciplinas afines tales como la psicología, la sociología o la antropología y orientadas a proponer parámetros sobre cómo enseñar. Décadas de este tipo de prescripciones han mantenido a los docentes rehenes de disciplinas auxiliares, y librados a una especie de desfile de modas en el cual se espera contantemente ―el descubrimiento de la próxima temporada.‖
La imagen que aparece arriba (Freeman, 1998: 19) ilustra esta situación. Los seres humanos tenemos la tendencia natural a acercarnos a aquello que podemos ver y no necesariamente a todo lo que hay para ver. Así es que mucho de lo que se investiga por parte de los docentes, deviene de sus percepciones en el aula y, por ende, no es considerado lo suficientemente
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riguroso como para ser considerado científico. Esta situación ha llevado a que muchas de las investigaciones realizadas por docentes no se socialicen, perdiéndose un rico acervo conceptual que podría contribuir significativamente al avance de la profesión.
Pero si cada uno se acerca a lo que ve y no a todo lo que hay para ver, los proyectos organizados desde fuera del aula son pasibles de la misma crítica. La enseñanza, por más que parezca sencilla es una tarea altamente compleja. En este sentido, sólo quien esté involucrado en enseñar tiene la facultad de percibir dicha complejidad. Visto desde fuera, podría decirse que los salones de clase son universos más o menos estables: todos tienen bancos, pizarras, alumnos y docentes. Esta ilusión de estabilidad se diluye una vez que nos imbricamos en la actividad y accedemos a la compleja interacción de cogniciones que es lo que llamamos enseñanza y aprendizaje. Éstas, por sí solas no resultan válidas, sino que necesitan de otros insumos que sí pueden provenir de fuera del aula. Sin embargo, son estas percepciones emanadas del involucramiento en la práctica las que hacen evidentes aquellos aspectos que optamos ver.
Johnson (2009) aporta el constructo Vygostskyano de ―conceptos espontáneos‖ y ―conceptos no espontáneos‖ como un heurístico útil para re-pensar las dicotomías a las que hacemos referencia. Según esta autora, los conceptos no espontáneos—generalizaciones de la experiencia humana que se han codificado en términos científicos—interactúan constantemente con la experiencia cotidiana y nos ayudan a trascenderla. Es así que podríamos decir que en la actividad profesional, la experiencia concreta ―asciende‖ gracias a la interacción con los conceptos científicos, los cuales, a su vez, ―descienden‖ al ser contextualizados en la actividad específica.
Lo que se necesita entonces, es un tipo de conocimiento experto sobre problemas particulares de enseñanza. Para apoyar la búsqueda de este tipo de comprensión imbricada en la praxis, Korthagen y Kessels (2001) recurren a los
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constructos aristotélicos de episteme y phronesis. Episteme, según estos autores es Teoría con mayúscula, e incluye axiomas que pueden ser explicados, investigados, codificados y transmitidos. Por ende son eternos e inmutables y se acercan a lo que Vygotsky denomina conceptos no espontáneos. Debido a su generalidad, estos conceptos no se adecuan a situaciones particulares. Para completar la comprensión de los fenómenos de la actividad, lo que se necesita es sabiduría práctica. Ésta no se ocupa de teorías científicas, sino de la comprensión de casos específicos y concretos que se dan a partir de situaciones ambiguas y altamente complejas. A este tipo de conocimiento más cargado de aspectos afectivos e intuitivos se lo denomina phronesis. La paradoja tensional a la que referíamos al comienzo es que en la disquisición sobre docencia reflexiva e investigación didáctica, se trata de forzar la validación de sólo uno de estos tipos de conocimiento. Al intentar forzar cualquiera de ellos a situaciones para las cuales no se prestan, estamos incurriendo en un error. Aristóteles utiliza una metáfora muy vívida para ilustrar este punto. Nos dice que quien trata de tomar toda decisión a partir de un principio antecedente e inflexible para comprender una situación particular, es como aquel arquitecto que utiliza una regla rígida para medir los relieves de una columna. Lo que debería hacerse es medir con una regla flexible que ―se curve adecuándose a la forma de la piedra.‖ (Aristóteles, Nic. Eth., Libro IV, 1137b)
¿A qué conclusión podemos llegar entonces en vista de esta situación? ¿El ser docente reflexivo se contrapone con ser docente investigador? ¿Estamos habilitados los docentes para investigar? ¿Es una generalización inconcebible hablar de docente reflexivo como sinónimo de docente investigador?
Mucho se ha criticado al movimiento que promueve la reflexión docente (Zeichner y Liston, 1996). La realidad indica que no todo docente es reflexivo así como es verdad que no toda reflexión es útil, ni que toda acción reflexiva lleva a la buena enseñanza. Así mismo, debemos admitir que la mirada de Schön (1991) sobre el profesional reflexivo, tan abogada en educación, es una
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mirada en solitario que deja de lado procesos sociales que tienen una injerencia directa y relevante sobre la actividad que promueve la reflexión, y que por ello no pueden soslayarse.
Tal vez podríamos intentar una respuesta a las anteriores preguntas a partir de un reencuadre de las dimensiones en las cuales opera la reflexión para llegar a una nueva comprensión de los términos que hoy nos convocan. Ya en 1992, dos educadoras de docentes inglesas, Morwena Griffiths y Sarah Tann argumentaban a favor de promover el involucramiento de los docentes en reflexión y acción sobre esa reflexión que puede derivar en investigación. Para estas autoras, los docentes habitamos varias dimensiones de reflexión. Ésta puede ser rápida o tener el propósito de reparar acciones (ambas equiparables con el concepto de reflexión en la acción), o puede transcurrir por procesos de revisión y cuestionamiento sobre nuestras prácticas (similares a la reflexión sobre la acción). Pero son exclusivamente los docentes quienes pueden habitar en forma válida una quinta dimensión que los ayude a re-teorizar la práctica a partir de la reformulación de la experiencia vivida conjugada con teorías, una investigación en la cual se pongan en juego conceptos espontáneos y no espontáneos, episteme y phronesis, reflexión y acción.
En tanto artífices y partícipes de la actividad que los convoca, los docentes deben reclamar su propiedad para comprenderla y cambiarla. Podrán reflexionar sobre ella y quedarse allí, o podrán buscar intervenir desde una nueva perspectiva y ahondar en su comprensión de la misma. Sin embargo, sólo ellos y ellas, docentes, pueden cabalmente comprender la actividad y efectivizar los cambios necesarios. El resultado de esa comprensión podrá ser Teoría (con mayúscula) o teoría (con minúscula) pero será teoría viva al fin. Como lo explica Clark (2007:75) “Enseñar en el clima institucional y político actual requiere de enfoques conscientes de la complejidad de los problemas de la práctica; no hay respuestas a priori para los problemas de hoy, y tampoco podemos darnos el lujo de focalizarnos exclusivamente en nuestra aula y nuestros alumnos. Necesitamos tomar el rol activo de dar forma al contexto
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escolar para poder enseñar en forma eficaz en nuestras aulas. Esto significa que muchas veces debemos educar a otros—colegas, directivos, padres de familia y la sociedad en general—sobre cómo participar eficazmente en nuestros esfuerzos por promover el cambio.” Muchas gracias.
Referencias
Clarke, M.A. (2007). Common ground, contested territory: Examining the roles of English Language Teachers in Troubled Times. Ann Arbor: University of Michigan Press.
Dewey, J. (1933). How we think. Chicago: Henry Regnery.
Freeman, D. (1998). Doing teacher research: From inquiry to understanding. Pacific Grove: Heinle Cengage.
Griffiths, M., & Tann, S. (1992). Using reflective practice to link personal and public theories. Journal of Education for Teaching, 18 (1), 69—84.
Johnson, K. (2009). Second language teacher education: A sociocultural perspective. New York: Routledge.
Korthagen, F., Kessels, J., Koster, B., Lagerwerf, B & Wubbels, T. (2001). Linking theory and practice: The pedagogy of realistic teacher education. New York: Routledge.
Learned, W.S., Bagley, W.C. and others (1965/2008). Purposes of a normal school .In Cochran-Smith, M., Feinman-Nemser, S., McIntyre, D.J. and Demers, K. (Eds). Handbook of Research on Teacher Education: Enduring questions and changing concepts. 3rd Ed. pp 1275—1285. New York: Routledge/Taylor & Francis
Schön, D. A. (1991). The Reflective Practitioner: How professionals think in action. Hants, UK: Ashgate
Zeichner, K. & Liston, D. (1996). Reflective teaching: An introduction. Mahwah: Lawrence Erlbaum.